miércoles, 23 de septiembre de 2015

El Don de Piedad

EL DON DE PIEDAD

El don de Piedad muchas veces está mal entendido. Quizá porque solemos usar este término en muchas situaciones diferentes, lo que ha desvirtuado el verdadero sentido y significado de la Piedad. Hoy se puede entender este don como el tener compasión por alguien “ten piedad de él y déjale marchar”. Tener piedad no es otra cosa sino ser conscientes de que pertenecemos a Dios, y que esta pertenencia es la que da verdadero sentido a nuestra vida. Saber que pertenecemos a Dios es lo que nos hace mantenernos unidos a Él, incluso en los momentos más difíciles que podamos pasar por nuestra vida. Evidentemente, si concebimos esta pertenencia como una obligación, no tendría sentido, porque estaríamos afirmando que Dios nos ha hecho sus esclavos para que pertenezcamos a Él y no tengamos ninguna otra opción. Pero esta afirmación, hablaría de un Dios mezquino e injusto, el cual no es el que nosotros profesamos en el Credo, un Dios de amor que vino a liberarnos de la esclavitud del pecado. Es desde este amor que Dios derramó en nosotros, desde el que nos ha de brotar la gratitud y la alabanza a nuestro Dios; y esto no es otra cosa sino los frutos del don de la piedad. Por lo tanto, el don de la piedad no es el pietismo. No es ir por la calle “meando agua bendita”; no es ir con los ojos cerrados, ni, como decía el Papa Francisco en una de las audiencias de los miércoles, “ir con cara de estampita”. Sino es “ser capaz de gozar con quien está alegre, llorar con quien llora, estar cerca de quien está solo o angustiado, de corregir a quien está en un error, de consolar a quien está afligido, de acoger y socorrer a quien está necesitado” (Papa Francisco). Vivir el don de piedad es hacer vida en nuestras vidas aquello que nos dijo el Señor: “estuve enfermo, preso, hambriento, sediento, desnudo, y me socorriste. Cuando a uno de mis pequeños hermanos lo hiciste, a mí me lo hiciste”. (Cf. Mt25,35-40)
El Espíritu Santo mediante el don de la piedad es el que nos hace ver a Dios como Padre y al hombre como nuestro hermano. Todos somos hijos, que por el don de piedad, exclamamos “Abba Padre”. En el fondo el don de piedad es el que nos hace confesar un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre (Ef 4,5-6). Esto se traduce, como vivir mi vida como cristiano, hijo de Dios, hermano en Cristo de todas las demás personas.
El don de piedad es el que nos empuja a vivir la confianza filial. Es el que nos empuja a confiar plenamente en Dios nuestro padre “como el más fuerte del mundo, de los niños”, con el que estamos seguros, pues Él conoce cuanto necesitamos en cada momento. Saber que él lo sabe y lo cubrirá, pero tener confianza en ello y saber esperar, pues los tiempos y las maneras de Dios, no tienen por qué coincidir con los tiempos y las maneras del hombre. Vivir como verdaderos hijos de Dios, nos hace vivir como hermanos, en amor y servicio a los demás. Como hacían las primeras comunidades cristianas, poniendo todos los bienes en común. Y no tenemos que entender bienes, como cosas materiales, que sí podemos también, sino todo aquello que yo poseo y que puedo poner en servicio y en amor por el que tengo al lado.
Todo lo contrario a vivir con el don de la piedad, es el egoísmo. Es la dureza de corazón. Es el hacernos impasibles ante las necesidades y ante el sufrimiento humano que puede haber a nuestro alrededor. Es cerrar los ojos a la realidad y vivir sin importarme lo que ocurre a mi lado. Es vivir centrado únicamente en lo mío y nada más.
¿Qué podemos hacer para recibir y vivir en nuestro día a día este Don?
1.      Venerar al Creador. Seguir el ejemplo que nos dejó San Francisco de Asís, de contemplar la grandeza de la Creación y reconocerla como don de Dios para mi realización como persona y como cristiano.
2.      Ser conscientes, en palabras de San Pablo que “todo es nuestro, nosotros de Cristo y Cristo de Dios” (1Co3,23).

3.      Vivir el mandamiento que nos dejó Cristo: “amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.

Maximiliano García Folgueiras

martes, 15 de septiembre de 2015

Exaltación de la Cruz

La exaltación de la Santa Cruz

Hoy día 14 de septiembre, la Iglesia celebra una fiesta importante, la Exaltación de la Santa Cruz, que no es otra cosa, sino celebrar el hallazgo de la Cruz donde Cristo murió por nosotros. Puede resultar curioso que una cruz se exalte. Que un instrumento de tortura y de muerte se exalte. Acaso los cristianos ¿estamos locos? No. Los cristianos no exaltamos la cruz como signo de tortura y de muerte, sino de paz, de amor, de vida, de salvación. Esto es lo que celebra la Iglesia y lo que hoy nos anima a seguir viviendo.
En esta fiesta, siguiendo la propia liturgia del día, nos invita a fijarnos en el pueblo que anda extenuado. ¿Cuántos a nuestro alrededor andan sin fuerzas? ¿Cuántos a nuestro alrededor están tan cansados de luchar que quieren tirar la toalla? Y ante esta realidad tan dura, ¿Cuál es nuestra respuesta? Hoy se nos invita a ponernos de lado de los que están padeciendo la cruz, de animarles y de motivarles a seguir con entereza la dureza de su camino. Caminando con ellos, siendo hoy, los nuevos cireneos que ayudan a llevar las pesadas cruces a los demás. En definitiva, en esta festividad, a lo primero que se nos invita es a que seamos sensibles ante las necesidades de los demás.
También vemos, que ese pueblo extenuado se queja contra el Señor. Es normal, cualquiera de nosotros también lo hacemos. Nos van las cosas mal y podemos pensar que Dios se ha olvidado de nosotros, o que ya no le importamos. Pero nada más lejos de la realidad. No obstante, ese mismo pueblo que ya no podía más, se fija en que entre ellos, hay uno que puede tener respuesta y solución a sus debilidades. Dios siempre pone medios para que podamos retomar las esperanzas. Ese pueblo se fijó en Moisés. Hoy cabría la pregunta de ¿Cuántos Moisés tenemos hoy a nuestro lado? ¿Cuántas personas nos alientan, nos animan, nos ayudan, etc? Hoy es un día especial para fijarnos en que Dios no abandona a sus hijos. Siempre está dispuesto a atenderlo, aunque a veces, su manera de responder a nuestras debilidades, sufrimientos o necesidades, no sean las que nosotros estábamos esperando. Pero Dios, en cada momento, nos da lo que más necesitamos para salir victoriosos ante las dificultades.
Otra cosa impresionante que podemos resaltar de este día es la impresionante humildad de Dios. El ejemplo más claro de que la grandeza no está en los alardes de poderío, que al hombre tanto le gusta. Dios, siendo Dios no hizo alarde de su categoría y se despojó de su rango. ¿No es impresionante? ¿Cuántos hoy pueden decir esto de sí mismos? Hoy en la sociedad gusta mucho eso de publicar los méritos de uno, sus logros, sus victorias, etc. Dios hoy nos hace una pregunta ¿De qué sirve todo esto? Para vanagloriarnos por unos momentos, por un tiempo, pero después, nos haremos mayores, pasarán esos momentos gloriosos y nadie, o muy pocos, se acordarán de nosotros. Sin embargo, Dios, siendo Dios, pasó por el mundo como uno de tantos, actuó como un hombre más, dando ejemplo, de que la categoría de uno hay que ponerla al servicio de los demás. Dios, en el servicio de la Salvación del hombre, entregó a su Hijo en una cruz, como los ladrones, maleantes, etc. Ahí es donde Dios entregó a su Hijo. Y lejos de ser una burla y un escarnio, fue la mayor obra de servicio para la humanidad, pues de ahí surgió la Salvación y la Vida Eterna.
¡Cuánto tenemos que aprender de esta festividad! Ojalá nuestra vida sea un abajamiento de nuestra vanidad, para dar gloria, honor y majestad al único que lo merece, Cristo, nuestro Señor, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Maximiliano García Folgueiras

Ser fermento cristiano en la sociedad

Ser fermento cristiano en la Sociedad

El Papa Francisco el pasado 26 de marzo nos dijo: “Los fieles laicos están llamados a ser fermento de vida cristiana en la sociedad”. Ante esta afirmación deberíamos caer en la cuenta de que los cristianos estamos llamados a Evangelizar y dar testimonio de Cristo. Esto es deber de todos los bautizados, ser fermento, motivo para que los demás vean en nosotros a Jesús, e inducir a los demás a seguirle también. Debemos ser conscientes que nuestra labor es ser levadura en la masa, ejemplo y testimonio en la sociedad, y no guardarnos nuestra fe para nosotros. Estamos llamados a buscar ocasiones para anunciar a Cristo y a trasmitir la fe.
Los primeros cristianos fueron muy conscientes de su misión de evangelizar con sus actividades, siguiente así el mandato misionero de Jesús: “Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). Así, el Resucitado envía a los suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra.
En la sociedad actual, cada uno de nosotros estamos llamados a compartir la alegría del Evangelio, de saber que Dios está presente en cada uno de nosotros. La finalidad es que los demás encuentren a Dios en nuestro corazón, siendo ejemplo de Jesús con nuestras acciones. Así Cristo reinará en nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean.
Pero nuestro ejemplo como laicos debe hacerse de una manera sencilla y humilde dentro de la Iglesia, sin vivir de manera protagonista con nuestros actos. La labor del laico es cumplir con el compromiso adquirido en el Bautismo y la Confirmación, pero sin excederse en sus funciones. Hay que tener en cuenta que la función del laico es diferente a la del clero, aunque también desempañe labores dentro de la Iglesia. Su misión se debe dar especialmente en otros ámbitos en los que él está inmerso, sobre todo la familia, el trabajo y, en definitiva, todas las relaciones en las que se ve envuelto en su cotidianidad.
Para terminar, quiero hacer referencia al del Concilio Vaticano II, de la Constitución "Lumen Gentium 31 y Gaudium et spes 43" lo siguiente:
"A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios."
"El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico.  Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la propia vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente a los asuntos temporales, como si éstos fuesen ajenos del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerada como uno de los más graves errores de nuestra época.”
Como resumen a lo dicho me parece oportuno citar a ChL33: “Los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen la vocación y misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación cristiana y por los dones del Espíritu Santo.
Leemos en un texto límpido y denso de significado del Concilio Vaticano II: «Como partícipes del oficio de Cristo sacerdote, profeta y rey, los laicos tienen su parte activa en la vida y en la acción de la Iglesia (...). Alimentados por la activa participación en la vida litúrgica de la propia comunidad, participan con diligencia en las obras apostólicas de la misma; conducen a la Iglesia a los hombres que quizás viven alejados de Ella; cooperan con empeño en comunicar la palabra de Dios, especialmente mediante la enseñanza del catecismo; poniendo a disposición su competencia, hacen más eficaz la cura de almas y también la administración de los bienes de la Iglesia».
Es en la evangelización donde se concentra y se despliega la entera misión de la Iglesia, cuyo caminar en la historia avanza movido por la gracia y el mandato de Jesucristo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16, 15); «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). «Evangelizar —ha escrito Pablo VI— es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda».
Por la evangelización la Iglesia es construida y plasmada como comunidad de fe; más precisamente, como comunidad de una fe confesada en la adhesión a la Palabra de Dios, celebrada en los sacramentos, vivida en la caridad como alma de la existencia moral cristiana. En efecto, la «buena nueva» tiende a suscitar en el corazón y en la vida del hombre la conversión y la adhesión personal a Jesucristo Salvador y Señor; dispone al Bautismo y a la Eucaristía y se consolida en el propósito y en la realización de la nueva vida según el Espíritu.
En verdad, el imperativo de Jesús: «Id y predicad el Evangelio» mantiene siempre vivo su valor, y está cargado de una urgencia que no puede decaer. Sin embargo, la actual situación, no sólo del mundo, sino también de tantas partes de la Iglesia, exige absolutamente que la palabra de Cristo reciba una obediencia más rápida y generosa. Cada discípulo es llamado en primera persona; ningún discípulo puede escamotear su propia respuesta: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16).”

Maximiliano García Folgueiras

jueves, 10 de septiembre de 2015

Mis Reflexiones: Noa nosotros Señor, sino a tu nombre sea dada la ...

Mis Reflexiones:
Noa nosotros Señor, sino a tu nombre sea dada la ...
: No a nosotros Señor, sino a tu nombre sea dada la gloria “Que cada uno, con el don que ha recibido, se ponga al servicio de los de...

No a nosotros la gloria


No a nosotros Señor, sino a tu nombre sea dada la gloria

“Que cada uno, con el don que ha recibido, se ponga al servicio de los demás, como buenos administradores de la gracia de Dios. El que toma la palabra, que hable palabra de Dios. El que se dedica al servicio, que lo haga en virtud del encargo recibido de Dios. Así, Dios será glorificado en todo, por medio de Jesucristo” (1Ped 4,10-11).
Qué gran Palabra y qué bueno es Dios. No me cabe otra forma de expresar esta lectura del apóstol Pedro.
El Señor, nos pide en esta lectura ser administradores de su gracia. Pero ¿Cómo se es administrador? No con papeles, no con cuentas, no con despachos, poniéndose al servicio. Es decir, administrar sirviendo, y ¿sirviendo a quién? A los demás, a las personas y no a las instituciones ni a los cargos. Poniéndonos como los últimos para llevar a los demás al encuentro con Cristo. Esto es ser un verdadero administrador de la gracia de Dios.
Algo, muy importante en el administrar la gracia de Dios, es ponerse en las manos de Dios. Es saber escuchar y saber realizar la misión que Dios nos encomienda en cada momento, allá donde estemos. Ser administrador de la gracia de Dios es ponerse al servicio de Dios. Esto da miedo si lo pensamos humanamente. Pero Dios nos da su gracia y sus dones para realizarlo. De ahí que cada uno ponga al servicio de los demás los dones que ha recibido. Sólo de esta manera seremos administradores. Si procuramos ser administradores en los despachos, con los papeles y con las cuentas, ¿A quién servimos? ¿A Dios o a los papeles?. Dios quiere que le sirvamos a Él. Y para ello, escucharle y llevar su amor a los demás. La meta de nuestro servicio, no es la fama, el honor y la gloria, sino que Dios sea glorificado en todo.
No dejemos llevarnos por las tentaciones humanas, y sigamos el mandato de amor de Cristo, sirviendo a los hombres y llevándoles a la plenitud de sus vidas en el encuentro con el Señor. No a nosotros, Señor, no a nosotros sea dada la Gloria, sino siempre a tu nombre.

Maximiliano García Folgueiras

sábado, 5 de septiembre de 2015

Vivir la Fe

VIVIR LA FE
Vivir la fe no es vivir de una manera piadosa y meramente sacramental. La fe es algo que incumbe a muchos más aspectos que los meramente personales. La fe no sólo se basa en sentimientos y vivencias personales. La fe es algo que se debe vivir en comunidad y creer personalmente.
La creencia si es personal. Nadie se puede ni se debe meter en las creencias del otro. Cuando se cae en esto, lo que se suele pensar es en el manipular a las personas o adoctrinar a las personas. La fe de cada uno es personal, pero se ha de vivir en comunidad. Hay que compartir las alegrías y las penas, al igual que en una familia. Pero ésta ha de ser una familia especial en la que lo que se ponga en común son las alegrías y las penas de nuestra propia vivencia de la fe. Y de esta manera crecer, apoyarse, animarse juntos. Esta es la verdadera realidad de la Iglesia. No el mero ritualismo en el que muchas personas se agarran, ya sea para criticar, ya sea para justificar su vivencia o no de la fe.
La fe se basa en el Resucitado. Este es el mayor acontecimiento que la Iglesia celebra. El que da sentido verdadero a toda nuestra existencia. La fe no es la creencia en un Dios muerto, que no tendría sentido, sino en un Dios vivo. Como nos dice San Pablo “Si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe”. En el evangelio se nos pregunta “por qué buscáis entre los muertos al que vive”. Muchos gastan gran parte de su tiempo en demostrar la muerte de Dios. Desde la fe, desde ese saber escuchar “no está aquí, ha resucitado”, es como debemos transmitir nuestra alegría, nuestro convencimiento en el amor, la paz, la justicia y la vida que Dios nos promete y que da sentido a toda nuestra existencia.

Maximiliano García Folgueiras